sábado, 30 de marzo de 2013

Reseña de Nada del otro mundo de Antonio Muñoz Molina


“Nada del otro mundo o la poética del lector”.
                     
“[Una] legión oculta de lectores, de inventores y de oyentes de historias que justifican el trabajo de escritor y le dan esa dimensión enigmática”.[1]
               Cada autor es, nos dice Antonio Muñoz Molina, un “lector pasional y despiadado”2, dando cuenta, a un tiempo, de su devocional y autoexigente dedicación a la creación literaria, y de esa dualidad que, indefectiblemente, lo configura como hombre y escritor, esto es, la de emisor y receptor, con respecto al objeto artístico; a través de tan sintética cita podemos intuir la capitalidad que, como creador y devorador incansable de piezas literarias, tiene la actividad lectora en toda la obra del ubetense, constituyendo, de hecho, una presencia inamovible y obsesiva, y dando lugar, consecuentemente, a un ideario en cuyo núcleo tal presencia se erige.
En este sentido, creemos interesante acometer el análisis de una de sus obras, en concreto Nada del otro mundo (Madrid, 1993), tomando como enfoque la incidencia que, en tal colección de relatos, tiene la figura del lector a todos los niveles y planteando, según estas coordenadas, las directrices compositivas del autor; este propósito hacia el cual nos dirigimos -tras el deleite innegable que supone la inmersión en una narrativa como la suya-, se halla doblemente estimulado, por la tendencia autocrítica del propio escritor y por las interesantes consideraciones que el panorama filológico ha propuesto sobre su bibliografía.
Sin embargo no es esta faceta cuentística la más conocida del autor, quizá por su pronta irrupción inicial en el mapa literario nacional como novelista- aunque su primer libro publicado fuera un conjunto de artículos titulado El Robinson urbano (Granada, 1983)- y por las dificultades editoriales que atraviesa el producto literario “de calidad”3 en general, siendo particularmente el cuento una de las tendencias más afectadas.
               En efecto, y a pesar de que este género –como coincide la crítica4- se ha cultivado mucho en los últimos veinte años, el cuento lidia todavía con un haz de desprestigio e indiferencia, por parte de las comunidades lectora y editorial en recíproca actitud, que hunde sus raíces en la dotación a dicho género de una finalidad tradicionalmente menor, en una confusión conceptual –terminológica-, desde el inicio, y en su propia naturaleza heterogénea, versátil; se habla de una revitalización a partir de la década de los 805, impulsada por la iniciativa de diversas editoriales, cuyo número ha ido disminuyendo paulatinamente, dada la ausencia de demanda hacia un cauce genérico que si bien, por su brevedad y tendencia al efectismo, conecta con una sociedad demasiado práctica y racionalista, por la complejidad que entraña, precisa de un lector más atento y, en este sentido, espiritual6. Sin entrar en una disquisición acerca del asunto –ya que excedería los límites que impone la temática del trabajo-, sí debemos añadir que tal “vacío” se encuentra, de forma indirecta, relacionado con los estertores de esa corriente socio-cultural a cuyas filas algunas facciones de la crítica han adscrito a Muñoz Molina contra la propia voluntad de éste7, nos referimos a la posmodernidad por lo que ésta tiene de evasión gratuita y frívola, y de consecuencias mercantilistas, rasgos que incurren en el consumo de una literatura ligera y de una masificación de autores no siempre valorados en su justa medida8; militante o contrario –en este caso, lo segundo-, en tal espectro contextual de “mass media” como casi exclusivo vehículo de cultura e imperialismo creciente se halla nuestro autor a lo largo de los diez años (1983-1993) en que se van elaborando los relatos de este libro, siendo incluido, así, por la crítica bajo la etiqueta  de los “nuevos narradores”9, título que también rechaza el autor natural de Úbeda (“[no] me creo ese cuento de la nueva narrativa en el que a pesar mío más de una vez se me ha incluido”- las cursivas son nuestras-)10.
            Frente a esta situación general, dominada por el “todo vale” y, cuando menos, por una desigual mixtura cualitativa de autores, Muñoz Molina propugna el regreso a una literatura de esfuerzo (“detesto la improvisación [por ser] presuntuosamente espontánea”)11 –aunque no exenta de ese “hallazgo fortuito necesario”-, a una conciencia de la memoria histórica y propiamente artística, a la concepción del hecho literario como manifestación esencial de, por y para la humanidad, a un retorno, en suma, hacia el origen de ésta mediante el ejercicio simultáneo de creación y recepción, en perpetua actitud humilde de aprendizaje (“[literatura como] aprendizaje que está siempre empezando”)12.
            Nos hallamos, por tanto, ante una literatura de indudable preocupación estética, pero concebida, en la misma medida, como contacto con la sociedad circundante y, en fin, con el colectivo receptor de todo tempoespacio (con todo, “no es indecoroso escribir pensando en un solo lector [real] porque [los buenos libros] parecen estar escritos para nosotros [estemos o no en las mismas coordenadas espaciotemporales]”13.
            Con respecto a las corrientes sucesivas y paralelas de los últimos años, Muñoz Molina se siente más cercano a esa literatura que, a partir de los 70, se propone “no llegar a ningún extremismo recupera[ndo] el placer y el gusto de contar sin olvidar ni despreciar los logros estilísticos, técnica y narraciones conseguidas hasta la fecha”14; Andrés Soria Olmedo destaca cómo también se nutre nuestro autor de esa apertura producida en los 60 y los 70 hacia la tradición15. Es preciso puntualizar aquí que tales preferencias no conllevan, de ningún modo, la cerrazón del escritor hacia las subsiguientes innovaciones generadas en el panorama, sobre todo por el hecho insoslayable de que él mismo es uno de los máximos exponentes de la literatura actual al más alto nivel, todo un clásico que aún no ha cumplido los cincuenta. Ya en la niñez, dada la situación del país, el autor –que se vio dividido, sin acceso a libros pero con unos padres de ideología progresista, republicana16- afirma que “me inventé mi propia tradición”17.
            La trayectoria creativa de Muñoz Molina, siempre a caballo entre la literatura propiamente dicha y el oficio de periodista –ambas actividades siempre nutriéndose recíprocamente18-, conforma un todo, huelga decirlo, coherente y prematuramente maduro desde los inicios, en el cual la publicación de “cuentos” se sitúa en un número inferior al de las compilaciones de artículos, conferencias o prólogos a distintos títulos y las novelas, predominantes en difusión y reconocimiento, siendo, a pesar de ello, una auténtica sorpresa para el conocedor (o profano) de sus obras más leídas; por tanto, Nada del otro mundo(1993) constituye casi un islote dentro de esta producción, viniendo, eso sí, precedida de Las otras vidas (Mondadori, 1988), conjunto de narraciones breves en el cual hallamos tres que pasarán a engrosar la colección de nuestro libro, y una más (“Te pegaré sin cólera”) que será excluida del mismo.
            El proceso compositivo de estos relatos transluce el carácter marginal –por lo que respecta a su intermitencia y escasez en la frecuencia, al menos, de publicación- que éstos tuvieron en sus años de configuración (“se escribía lentamente e invisiblemente [...] según azares de ocurrencias y encargos  [siendo] un libro de relatos que comenzó sin que yo supiera que empezaba y que se ha concluido a sí mismo con igual sigilo”19); sin embargo -contra todo pronóstico, dada las circunstancias de creación-, la colección constituye un todo sorprendentemente ensamblado, en el que, como consecuencia, reina una sorprendente lógica de conjunto, la cual ya ha sido puesta de manifiesto por Ana Rodríguez-Fischer (“lo que resulta más llamativo es la pertenencia común, la indiscutible unidad de un libro escrito, de modo tan fragmentario y azaroso y a lo largo de tan dilatado periodo de tiempo”20), y que analizaremos en lo sucesivo.
            La colección de relatos se enmarca, pues, en una década crucial en la que el autor vive una vertiginosa subida de publicaciones y galardones, que alcanzará su cénit en la ocupación de esa “u minúscula” en la RAE desde 1996; la creación de estos “cortes transversales”- que suponen las  narraciones breves21- a partir de tan pronta fecha, reitera esa inusitada madurez y la consolidación –no por parálisis sino por inmediata posesión de una voz propia e inconfundible- del escritor, aunando los trazos esenciales de toda una concepción humana y artística en movimiento (por una arraigada creencia en el “continuo hacerse” y, en particular, con respecto a estos años, por la evolución de la cual esta obra- como crisol de todas sus facetas humanas y creativas- es impagable testimonio).
            Una vez trazada, a grandes rasgos, las circunstancias vitales y creativas en que se compone esta indispensable recopilación cuentística, adentrémonos en el apasionante y laberíntico recorrido que contiene Nada del otro mundo, siguiendo el rastro de esa concepción de la literatura como diálogo necesario con el lector en una marco tan peculiar como el del cuento hacia el fin último de establecer una visión completa del ideario creativo –valga la expresión- muñozmoliniano. Para ello, realizaremos un itinerario detenido y lo más conciso posible, desde el análisis sobre los textos hasta la extracción del planteamiento que da pie a los mismos, empleando el material crítico que sea pertinente.
            Ya en el título de la colección, se plantean las claves fundamentales –tanto en lo temático como en lo expresivo-  que cohesionan íntimamente toda la serie, iniciándose así la comunicación con el lector, siempre mediante un juego continuo de “táctica y estrategia”, que diría Benedetti. Con el solo acercamiento a la cobertura o plano externo de la obra, nos percatamos de la ambigüedad que transpira ésta bajo la elección de sus primeros acordes (el título), en un principio, una simple frase hecha y muy empleada en el habla coloquial; así, este epígrafe nos invita a esperar, por un lado, la recreación de un microuniverso de lo cotidiano y, en el reverso, un pálpito desconcertante- debido a ese “otro mundo”- que choca frontalmente con nuestra primera percepción. En cualquier caso, dada la dilogía de la expresión como totalidad y la consecuente ambigüedad que asimismo suscitan sus partes, la expectación ya ha sido creada en el lector, por lo que, con un mínimo de sensibilidad, de interés, no podrá por menos que internarse en la lectura de estos doce cuentos –emplearemos este concepto genérico a pesar de la excepción que, como reitera la crítica, supone el primer relato, más cercano a la “shortstory”22. Tal inquietud inicial se verá reforzada si se conoce previamente la importancia esencial que en la obra del jienense tiene la invención del título, como veremos más adelante. De hecho, en un siguiente paso- en este camino de fuera hacia dentro-, la primera revisión de los doce epígrafes que encabezan los relatos, delata ese “doble movimiento de atención a la realidad y de entretenimiento a las consecuencias sorprendentes o misteriosas de haberse asomado a otras vidas [...]”23 y atisba la profunda coherencia estructural del libro, visible desde la mera repetición de un léxico vinculado a lo terrorífico (“La colina de los sacrificios”) o, cuando menos, a lo fantástico (“El hombre sombra”), hasta la dimensión paranormal que, ya sugestionado el lector con la tónica general, encuentra en los guiños de intertextualidad semiótica (en “Extraños en la noche” y “Si tú me dices ven”, con la música y “La gentileza de los desconocidos”, con el cine y el teatro); finalmente, será en los textos donde se ratifique la íntima relación del título con la obra, ya en el plano más superficial de la recurrencia textual–se repiten los propios “nada”, “otro mundo” e incluso el título completo, así como construcciones derivadas o despliegue de términos pertenecientes al campo léxico del miedo- pero, también, en el sentido profundo de las tensiones, en esencia, entre lo objetivo y lo imaginado o percibido por vías alternativas al entendimiento; tanto este repertorio de connotaciones textuales como tal dicotomía conllevan necesariamente la presencia de un enigma sometido a un silencio que precisa del lector para dar sentido completo al texto en ese camino hacia la actualización del mismo que es la lectura.
            Sin más dilación, iniciamos el análisis de esta obra que, por esa perfecta sincronización estructural en la que incluso se van conectando los distintos relatos, da lugar, no a una aglomeración de piezas autónomas- aunque en sí mismas lo sean-, sino a todo un sistema de interrelaciones.
            En el ámbito externo se halla el lector histórico o destinatario real del mensaje expuesto por el narrador, situándose este último, en ocasiones, fuera de la trama o como personaje real en la acción de la misma; tanto el narrador externo (omnisciente o cuasi- omnisciente) como el narrador- personaje (en calidad de testigo o protagonista mismo de la historia) además de una tercera clase que veremos en lo sucesivo, reciben el magisterio, las destrezas, del propio escritor, si bien enmascaradas, en su procedencia, con el rostro de un ser más o menos cercano a éste; de hecho, el conocedor de la trayectoria vital y reflexiva de Muñoz Molina encontrará a cada paso referencias autobiográficas que, en efecto, suponen una nada desdeñable herramienta de estudio, pero que no merecen una fiabilidad superior a cualquier otro dato, ya que debe ser la capacidad generativa del propio texto, con la subsiguiente indagación hacia lo más recóndito del mismo, lo que nos provea de su sentido último.
            Volviendo a la línea central de nuestro discurso, sea cual fuere el punto de vista adoptado, -el autor dice preferir, y en Nada del otro mundo lo vemos, la tercera persona por ser la “más desconocida y sospechosa”24- el narrador, siempre muy presente, constituye una trinidad esencial (yo escritor, yo personaje y yo lector ideal –él mismo y el receptor modelo-)25 que, no obstante, necesita, para su plena expresión, de un lector histórico, ya que “cuando escribe sólo está haciendo la mitad de un trabajo que ha de culminar y cobrar vida en la imaginación del lector”26, sobre todo, si tenemos en cuenta, que para Muñoz Molina, el propósito axial del escritor es “la difusión de la literatura”27. En ese espacio de encuentro (“el lugar secreto y sin límites [entre ambos] es el espacio en la ficción”28, nos dice el ubetense) que es el texto, entre el escritor, en calidad de “sujeto del enunciado” y el lector real como “sujeto concreto de los actos cooperación”29, el primero despliega, pues, todo un entramado de estrategias encaminadas hacia la comunicación con el segundo, el cual ha de producirse de manera más directa e inmediata en un género cuya limitación fundamental es la fugacidad de su extensión.
La elección del canon narrativo determina los procedimientos a seguir para tal afán dialógico con el lector, es decir, para activar lo que Gadamer sistematiza como círculo hermenéutico, mecanismo consistente en una cadena de preguntas y respuestas entre emisor y receptor, a lo largo de cuyo proceso ambos son, a un tiempo, entrevistadores y cuestionados. En este caso, el cuento (en su concepción actual, es decir, como género literario así prescrito hacia finales del siglo XIX) implica la configuración de una breve trama autosuficiente que se encamine, desde la primera línea, a producir un único efecto en el lector, lo cual conlleva la deliberada y minuciosa disposición de todo componente que haya sido seleccionado, por su necesariedad en la consecución plena de dicho objetivo, así como la mayor condensación de significación en éste; en este proceso, entra en juego, como criterio esencial, lo que Anderson-Imbert ha dado en llamar “concentración” entendiendo por tal concepto aquello que permite “unidad y originalidad en el arte de sugerir e intensificar el significado de mínimos incidentes”30.
El dominio magistral de la técnica cuentística que, en este sentido, nos brinda, se halla reforzado por su dilatada experiencia como escritor de artículos; él mismo afirma, a este respecto, que la obligación de adaptar su narración a unos límites estrechos y predefinidos, por el reto y ejercicio de depuración que esto supone, le confiere una mayor fuerza creativa y el camino hacia el encuentro de la propia voz31. Con tales armas, compone una estructura que, en perfecta concordancia con el género, se halla exenta de componentes accesorios, ya  que, aun la inclusión de disgresiones- tan propias en la narrativa del autor-, se encuentran orientadas hacia el reforzamiento de la implicación emocional, por parte del lector, en la historia y confeccionadas a partir de los mismos principios de síntesis y necesariedad. Así, la tendencia natural de este autor a dicha dilatación (ya decía Soria Olmedo que el ubetense está más cerca de la “amplificatio que del tacitismo32”) ,se ve conscientemente adaptada a la extensión conveniente al género, posibilitando un mayor conocimiento, sobre todo de los personajes y de las encrucijadas en las cuales se encuentran éstos: de tales “apartes” - mediante el mecanismo de la analepsis- podemos extraer el caso de “Extraños en la noche”, donde la recreación distendida, sin prisas, ocupa el mayor espacio textual del relato y permite un verdadero acercamiento al desgarro sentimental de los personajes; la mera descripción, que aúna los caracteres más pertinentes con respecto a la trama de un perfil humano concreto – como las idealizaciones procedentes de la propia evocación que realiza Santiago Pardo sobre Nélida en “El hombre sombra”33 (pág.79); o en el presente de los hechos narrados dentro de una escena estática o de transición –por ejemplo, la resultante mientras el narrador contempla a Márquez al tiempo que éste observa la infidelidad insultante de su mujer y ese otro lado del río que posteriormente pondrá fin a dicha situación y, por ende, en este caso, al relato (pág. 84).
Otra vertiente de este mecanismo delata la presencia – que, de hecho, como él mismo afirma, ha de percibirse tras cada uno de los personajes34- del propio escritor, bien con una finalidad crítica sobre la sociedad circundante –no olvidemos su actitud, siempre combativa, como resultado de lo que  Payá denomina “voluntad de compromiso público [...] a todas luces ajeno y contrario al catecismo posmoderno”35-, esto es, en lo sociopolítico, y también en lo propiamente literario o cultural, caso este último del retrato sobre el artista vanidoso en “Las otras vidas” o del lector anacrónicamente decimonónico que protagoniza “La gentileza de los desconocidos”; en esta línea, el narrador –máscara, por tanto, más o menos opaca de Muñoz Molina- también reflexiona acerca de su propio yo, remitiendo aspectos, ya literaturizados, a partir de la vida y obra del autor36. Por último, el uso de estas disgresio responde  a un deseo de transmitir al lector las sensaciones experimentadas en un determinado espacio, como la recreación de uno de tantos ámbitos, asfixiantes hasta la náusea, que configuran el “mapa de carreteras perdidas” de este libro, nos referimos al mercado por el que camina el protagonista de “Las otras vidas” (pág. 116) cuya angustia se halla intensificada en la sintaxis mediante la anafórica reiteración obsesiva del tiempo verbal “vi”.
En suma, esta personalísima revisión de la convención cuentística, aunque, dada su naturaleza, tienda “a ahondar” en un sentido más propiamente novelístico, se ajusta- sin perder un ápice de su voz-, por su moderada recurrencia, su controlada extensión y una construcción estilística ágil, dinámica, a los parámetros del género. Gracias a esta suerte de electrocardiograma palpitante mediante tal alternancia entre brevedad y dilatación, se genera un efecto de tensión e intensión37 , lo cual deriva- en estos enunciados mayores- de una sintaxis rítmica, entrecortada (Payá habla de “swing literario”38) y de la propia fuerza que transpira el discurso por su rotundidad de contenido y su capacidad evocadora; este mismo contraste se genera entre la “disgresio” y la evolución trepidante de la acción en cada relato (recordemos que, en palabras de Soria Olmedo, el narrador es un medio para “hacer disgresiones que actúan de contrapunto a la acción”)39, dando lugar, en suma, a que tales “paréntesis” más demorados actúen “como expansiones líricas, metafóricas frente al decurso metonímico de la acción”40.
A partir de esa dialéctica entre información y vertiginoso desarrollo de los hechos, Muñoz Molina, adquiere el poder de mantener, al fin, la atención del receptor; sin embargo, tal mecanismo se vería mermado, de no ser por la apariencia de “instantaneidad o azar”41 resultante de procesos tan concienzudamente entretejidos, unida a la actitud cercana e intencionadamente subjetiva, que invita al lector a una inmediata y accesible consumición y lo conduce hacia realidades más complejas.
La misma finalidad de contraste rítmico y, en este caso, de sentido- teniendo ambas, como fin último, el diálogo con el lector-, obtiene la dinámica, vertebral desde el título de la colección (lo terminante de “nada” y la indefinición que connota ese “otro mundo”) , entre lo concreto y lo indeterminado, mecanismo que  introduce a éste en un juego –en ocasiones, premeditadamente irresoluble para, en último término, plasmar la ausencia de contornos entre lo tangible y lo ensoñado- de certezas momentáneas y  expectativas frustradas, compensado por el hallazgo escurridizo y discontinuo de las posibles claves que justifiquen la conclusión de cada historia, las cuales, no obstante, en la mayoría de los casos, sólo se obtendrán a posteriori.
En primer lugar, hay una tendencia general hacia la ubicación en un espacio, geográficamente cercano y verídico para el lector –por ejemplo, la mayoría de los relatos se desarrollan en ciudades como Madrid o Granada que no sólo resultan muy familiares de por sí, sino que además remiten a la propia biografía del autor-, y al seguimiento temporal lógico, aspectos estos que, junto a la normalidad –a veces especialmente monótona, como sucede en “La poseída”- de personajes y entorno  en el que éstos se mueven, provoca la sensación primera de asistir a una historia de corte “realista” (valga el término, a pesar de su desemantización actual derivada de la excesiva plurivocidad que ha ido adquiriendo), puesto que incluso la irrupción en ese marco de lo fantástico se enmascara, al principio, como ámbito perfectamente limitado con nuestro mundo lógico; un caso extremo de la funcionalidad que puede adquirir esta concreción temporal es el que se produce en “El hombre sombra”, donde el autor intenta, también persiguiendo el interés del lector, el total acoplamiento entre el tiempo de la narración y la duración de los hechos, mediante un predominio del sentido teatral sobre el tradicionalmente narrativo del “decir” trasladando así a dicho destinatario con ese acercamiento de coordenadas al propio escenario ficcional, en cuerpo y mente..
En tal inventario de elementos que nos sitúan, abiertamente, sobre tierra firme, debemos incluir las referencias anecdóticas que refuerzan esa estabilidad, la cual, de súbito, se verá quebrada; la tendencia a la concreción también afecta a los nombres propios, pero, en este caso, más allá de la intensificación de lo cotidiano, dichos sustantivos personales encierran, por su intenso carácter connotativo –recordemos la capacidad simbólica e inspiradora que para Muñoz Molina tiene cualquier denominación propia, ya sea humana o toponímica42-, direcciones esenciales del texto, algunas evidentes (como la elección de “Santiago Pardo” para un hombre, efectivamente, ingenuo e invisible, siguiendo el dicho popular que asocia ese tono con lo incoloro y, por tanto, inexistente) y otras, en palabras de Soria Olmedo, “como imagen confusa que se extrae de [esas personas]”43; en este sentido, el autor llega incluso a reiterar insistentemente el nombre y apellido de un personaje –como el caso del propio Santiago Pardo-, remarcando la significación del término de cara al lector , siguiendo uno de los grandes rasgos de estilo que caracterizan la prosa de García Márquez.
Desde un punto de vista compositivo, dicho énfasis en lo diáfano se ve recalcado por el “modus operandi” propio del autor, en virtud del cual se da prioridad a la búsqueda de la expresión precisa y la palabra esencial, como se hace patente- siguiendo a Alarcos-, en rasgos como la “sistemática adjetivación”44, entre otros, cuyo fin es dotar de la especificidad  necesaria al sustantivo, dada la contaminación que, en un sentido nietzscheano, sufre éste.
Sin embargo, en esta “incuestionable” realidad, azarosamente, irrumpe lo fantástico –ámbito que el autor considera idóneo para el género cuento-45, para recordarnos que la vida no es más que una “ficción de estabilidad” (“Nada del otro mundo”, pág. 32), a veces, como huida voluntaria de la rutina (“La poseída”) o consecuencia de una enfermedad mental (como la esquizofrenia que parece sufrir el protagonista de “El hombre sombra”), y otras como irreal embestida inesperada de la vida, por parte de esa “otra realidad” (como la que sufre el protagonista de “Nada del otro mundo”) o por parte de esos seres cotidianos que se hallan desequilibrados psíquicamente (como el asesino Quintana en “La gentileza de los desconocidos”).
En íntima relación con esta ineludible dualidad, el narrador contrasta las anteriores certezas con un oscurecimiento que, en el espacio, el lector  puede visualizar gracias al inventario de escenarios interiores y exteriores, envueltos por esa misma ambigüedad; tal indeterminación se hace patente ya desde el discurso de dicha voz enunciativa –obsérvese la afluencia de expresiones como “supongo” (“Las aguas del olvido”, pág. 83) o “creo” (“Nada del otro mundo”, pág. 13)- lo cual, con todo, aunque desoriente al lector, permite el acercamiento cómplice de éste con el narrador por cuanto ambos se hallan situados en el mismo nivel de conocimiento de la realidad; en la misma línea de los ejemplos anteriormente citados, se ubican aquéllas secuencias que, encaminadas hacia la clarificación de un asunto, dejan la dubitación inicial intacta (“pero él, el inspector, lo había sabido siempre o tal vez sólo ahora mismo [...]”, “La colina de los sacrificios”, pág. 166), con lo que el escritor plantea, en primer término, lo irresoluble de la cuestión en sí y, en un sentido ontológico, esa kantiana limitación del ser humano en su afán por alcanzar la objetividad.
Asimismo –acrecentando el lector la desconfianza en lo que su propia razón le indica pero, al mismo tiempo, recibiendo la equívoca honestidad del narrador-, el autor apuesta por seguir forjando esa amistad entre desconocidos –similar a la común que viven los personajes de la colección entre sí- realizando confesiones muy privadas (“no lo oculto, no se lo he ocultado nunca a nadie”, “Nada del otro mundo”, pág. 15), haciendo partícipe “indirectamente” de secretos al lector, los cuales hacen que éste se sienta incluso por encima de otros personajes (Cadafells, que desconoce su entidad como miembro de un relato, confía al protagonista algo velado para los demás con ese “sólo usted lo sabrá” –“Las otras vidas”, pág. 115-); realizando guiños irónicos a éste sobre cuestiones que sólo ambos conocen gracias al encuentro en ese espacio de la relectura o simples comentarios privados con cierta comicidad por parte del narrador (el protagonista de “La poseída” es un hombre tan gris que se halla “suscrito a una revista de divulgación sanitaria” –pág. 96- o la referencia a la mala educación de Cadafells al generar sus “episodios sonoros de fontanería” –pág. 114-).
Con todo, tal estratagema tiene por finalidad, precisamente, el engaño que, una vez ganada su confianza, sufre el lector por parte del narrador, ya que-retomando un ejemplo anterior, si bien aquél se siente partícipe de ese “misterio” para cuya supuesta revelación incluso se le hace esperar-, una vez llegado el momento en que Cadafells lo saca a la luz, dicho misterio es elidido, por lo que este lector deberá esperar a la escena final, y ver, definitivamente, frustrada su esperanza dado lo inocuo de aquella confesión –recordemos que tan sólo se refería a que el vanidoso pianista del que todo el mundo hablaba y cuyo paradero nadie conocía se hallaba tocando ,contra la actitud déspota y clasista que mostraba a la opinión pública, en un antro cualquiera. En efecto, el narrador crea en el lector una sensación casi física de andar sobre tierras movedizas, eligiendo como mecanismo esencial, la ruptura del horizonte de expectativas, a través de la cual no sólo incita a seguir con avidez y desconfianza las sorpresas del relato, sino a ese ejercicio de recapitulación, después de la lectura completa. Estos procedimientos encierran una intención irónica por parte del narrador, lo cual no sólo agudiza la atención del lector sino que además constituye un reforzamiento añadido, en determinados casos, hacia la difuminación de lo que se nos narra; en esta línea, encontramos construcciones aisladas, al margen de las situaciones producidas entre los personajes de líneas atrás (“pero aquella noche no sucedió nada que no fuera imposible”- las cursivas son nuestras-, pág. 118).
El motor que instiga a tal presencia activa del lector es, lógicamente, un detectivesco deseo de hallazgo –significativamente paralelo al que sienten los personajes de cada cuento, unos por oficio (“La colina de los sacrificios”), otros por circunstancias adversas que los conducen a ello (“La gentileza de los desconocidos”) u otros como consecuencia de profundas carencias emocionales (“La poseída”)- cuyo afán inmediato reside en el descubrimiento de pequeñas certezas y cuyo fin último persigue la “satisfacción de adivinar lo que todavía no [se ha] visto”46, búsquedas que se verán, por igual, quebradas en el transcurso de cada relato, debido a esa ruptura de lo que parecía categóricamente cierto; para hacer eficaz y emocionalmente intenso –recordemos que el lector tras la lectura del cuento ha de sentir saciada su curiosidad mediante la revelación final o la sugerencia más o menos clara de la misma- este efecto de sucesivos giros, provocados en el conocimiento del lector, el narrador se sirve de la indeterminación generada por la propia situación –librándose de toda responsabilidad manipuladora-, pero que él aprovecha para incrementar, en silencio, la pérdida de aquél. Así, la narración se halla salpicada, bien por una serie de secuencias en la que se alimenta una hipótesis a término de las cuales ésta se verá bruscamente refutada: por ejemplo, en “Un amor imposible”, donde el magnífico guiño intertextual a El público de Lorca –reforzado por el propio título del relato y quizá respuesta a la posible pregunta del lector sobre qué obra se representa en el relato- mediante esa danza sexual entre el dominante y el dominado, se confirma con el inesperado final, en la medida que ,dada la tónica general de la colección, podríamos haber esperado la inclusión de un elemento fantástico o la exposición de la extrema soledad que vive la protagonista sin más, pero, probablemente, jamás la utilización de un ámbito que, sin embargo, encaja, en efecto, a la perfección en ese afán de aunar el conflicto entre lo ficticio y lo cotidiano.
Otras veces, el final sí viene anunciado en estas intermitentes claves, bien compensadas con pistas de signo opuesto hasta el giro último –como en “Nada del otro mundo”, donde el autor se vale de la confusión que sufre el protagonista para alternar datos que reflejan lo ilusorio de lo vivido con aquéllos que, gradualmente, lo encaminan hacia el convencimiento de una experiencia paranormal -, bien solitaria pero, en la mayoría de los casos, intencionalmente revestida de irrelevancia –caso del momento en que el protagonista de “La poseída” se percata de que su amor platónico es la única persona que en verano viste con ropa invernal, sin que el narrador ofrezca margen alguno de duda en el texto, más allá de lo que, por sí mismo, pueda intuir el lector (porque, de hecho, puede resultar muy evidente) para llegar a la verdadera razón de tal comportamiento-; vemos cómo incluso el dato que, en una primera lectura, podría resultarnos más improcedente para la resolución de la trama, resulta determinante. En este mismo sentido, el narrador evoca conceptos –por ejemplo la mitología del Leteo, en “Las aguas del olvido”- que son de obligada referencia para el lector mínimamente avezado –como el nombre de dichas aguas en el mundo clásico-, creando uno de tantos espacios de indeterminación a rellenar por dicho destinatario hasta que, finalmente, esta casilla vacía sea ratificada en su solución por el propio texto; en general, dado que el autor sitúa al narrador desde una perspectiva posterior a los hechos –lo cual no impide que el presente de  la narración y el de los propios acontecimientos lleguen a coincidir en un punto de la historia como sucede en “Nada del otro mundo”-, estas claves suelen trazarse como prolexis –equívocas o certeras, falsas o auténticas- concebidas, de hecho, de tal forma cuando el personaje adopta conscientemente el rol de narrador (“se acordará de la noche en que nuestra tertulia en el Royal Café se prolongó”, pág. 141), en calidad de suposiciones –como los intentos que hace el protagonista de “Si tú me dices ven” por explicarse racionalmente la pesadilla que vive, pág. 175- poniendo en juego la audacia del propio personaje en mitad del conflicto, o como mezcla de ambas –caso del detective de “La colina de los sacrificios” el cual, sin intención de exponer a nadie la sospecha que lo inquieta, dice que el sospechoso “no tiene cara de asesino”, pág. 151-, anticipando la resolución final de la trama; otro elemento en la misma línea es la inclusión constante de partículas durativas sintácticamente aisladas,  en las que se entrevé el camino señalado por el narrador (“por ahora”, pág. 103). Como contrapunto, el hecho puede suceder ante nosotros y, a continuación, ser explicado para que lo entendamos, tal como sucede con la retrospectiva que hace el protagonista de “Nada del otro mundo” con dos propósitos, el de explicar al lector su primera reacción –algo que ya se ha apuntado- y el de dar cuenta de la causa que motiva su odio hacia Juana Rosa.
Sin embargo, al margen de cómo se urda la trama para sorprender, aun ofreciendo mediante esa indefinición distintos posibles, hay una constante: ninguna de estas vías a escoger, incluso la que verdaderamente anticipa el final –aunque sea hacia la ambigüedad irresoluble del mismo-, no concede al lector, en un principio, una plena satisfacción( entendiendo tal sensación sólo como resultado de hallar una respuesta unívoca), dado que la acción  abandona el seguimiento de la historia en su punto culminante, provocando un desenlace sugerente, pero que queda ocultado bajo una última incógnita  en torno a la cual, en realidad, había girado todo el texto desde el inicio; no obstante, tal “falta de resolución”47 también constituye, gracias a la forma en que se textualiza, en “desenlace formal” por sí mismo, de lo que se desprende que cuando “algo termina, empieza el silencio”48.
Este espacio esencial de significación, cuya importancia es reiterada por Muñoz Molina49, se halla profundamente vinculado a la condensación propia del género –donde esto resulta, como en el poema, más evidente- y a la indeterminación cuya presencia supone un componente axial de esta serie cuentística, constituyendo, además, una de las herramientas esenciales –de ahí su potenciación, por ejemplo, en los finales abiertos o semiabiertos que pueblan la colección- para la implicación activa del lector en el texto.
Con todo, creemos preciso puntualizar que, este desenlace, se halla disfrazado desde el principio, dando lugar a un esquema identificable  por lo que Soria Olmedo denomina “comienzo indudable” y “final definitivo”50, es decir, una estructura en la que el inicio de la acción está lo más cerca posible de su final51; son reveladoras las palabras de Payá Beltrán cuando, a tenor de esto, habla del “componente suspense” en Muñoz Molina, considerándolo también una especie de “juego [obviamente y sobre todo con el lector] en la medida que éste no depende tanto de la postergación del desenlace como del conocimiento por parte del lector de información desconocida para los personajes”, esto último en forma de ejemplo ya aludido líneas atrás52.
Con respecto al valor que en los relatos de Muñoz Molina tiene la configuración de un final inesperado, el ubetense alega que dicho rasgo no se debe a una exhibición gratuita, sino que, a pesar de admitir su eficacia53, lo que le interesa es su instrumentalización como vía hacia el aprendizaje del lector, dado que, en realidad, es necesario recordarlo, tal sorpresa viene preparándose desde el principio del relato; la praxis de esta concepción del cuento en clave didáctica tiene lugar con la anécdota de Don Palmiro en “El cuarto del fantasma” cuyo desenlace, en verdad, se ubicaría en la enseñanza que él acuña una vez terminada la exposición, dando lugar a todo un “enxiemplo”, y constituyendo, de este modo –también por el deseo de calmar los ánimos que anima al sabio a relatar su vivencia- uno de los elementos que, a lo largo de este análisis iremos recogiendo como señales de ese regreso al origen que propugna el autor; con esta misma intención Muñoz Molina dota a la serie de aspectos reiterados cuya finalidad es crear, dentro de la ficción, un espacio de veracidad en el cual introducir el elemento fantástico como parte –visible o no- de tal cotidianeidad, propugnando la idea lorquiana de que lo ficticio y lo tangible son dos formas de realidad igualmente creíbles. Mediante tal confrontación, pretende recuperar el concepto de leyenda, lo cual se deduce de que ambos polos se entremezclen equívocamente, creando una ilusión de irrealidad sin límites identificables (Anderson-Imbert define la leyenda como cauce intermedio entre historia y ficción, uniéndola además al cuento por la común tensión dramática y la temática de lo fantástico54) y, por tanto, proponiéndonos aceptar todo el conjunto como trasunto de nuestro propio mundo, también de contornos imprecisos.
Otros aspectos que ponen de manifiesto dicha apuesta por la esencia originaria del género forman, asimismo, parte de esa coral de elementos dirigida a la comunicación con el lector; nos referimos a las interpelaciones que el narrador, en una actitud genuinamente trovadoresca, entona para un abstracto colectivo (“¿quién de vosotros [...]?” –en esta apelación general el tú individual también se siente aludido-, pág. 103), inicia la narración con una introducción tópica (“la historia que debo contar [...]”, Id.) o detallando la ubicación espacio-temporal con exactitud (véase también el comienzo de “Otras vidas”, Id.).
Del mismo modo, en este caso, como diálogo directo con la tradición literaria, el narrador busca introducir e incluso hacer intervenir al lector en tal conversación; con este fin, incluye la referencia a emblemas como el propio Quijote – recordemos la reelaboración, también al inicio del relato, de una de sus secuencias míticas en la página 106-, símbolos como el ya mencionado del Leteo (o la propia búsqueda que se hace significativamente en el mismo capítulo de la etimología que da lugar al nombre del río Guadalete, conectando además tradición y presente) o, conduciéndonos expresamente hacia la literatura en su origen oral, el nombre de raigambre medieval Palmiro Sejayán (cuyo relato ha sido también visto por Rodríguez-Fischer como “cordial homenaje de Muñoz Molina a los narradores orales”55); en cuanto a la presencia de la intertextualidad, Baquero Goyanes afirma que la conexión con el lector, además de explicarse por las competencias gramatical y cultural comunes, reside, al margen de dichos guiños literarios, en la “intersubjetividad humana”56, lo cual implica que el diálogo con el receptor sea mayor y se halle por encima del conocimiento específico en ciertas materias.
Junto a este tipo de puntos de encuentro que el narrador establece con ese lector –aún virtual, dada la limitación obvia de la escritura con respecto a la transmisión oral-, los textos se encuentran interconectados por redes en forma de personajes, ambientaciones o acontecimientos, de lo cual nos interesa subrayar su poder lúdico y emotivo en el lector, ya que le permiten rememorar relatos anteriores de la colección, conocer más en profundidad este microuniverso cuentístico apasionante y, sobre todo, implicarse con los hechos. Con el mismo sentido último de retorno hacia los inicios de la literatura (como ese juego de palabras entre los dos significados indistintamente usados del verbo “comptar” en “Marino calculó la historia completa”- la cursiva es nuestra-, pág. 95)57 se sitúa, de entrada, en la creación del cuento literario y, a partir de ahí, introduce la metaficción, práctica que se despliega en torno a dos ámbitos: su protagonismo en la misma historia y lo que se ha dado en llamar “fenomenicidad”58 –todo un ejercicio de estilo sería, en este plano, “Borrador de una historia”.
La vigencia del cuento dentro de la narración (ficción dentro de la ficción) constituye uno de los rasgos permanentes y caracterizantes de la serie; por un lado, el autor crea algunos seres cuyo único motivo de existencia en la novela es el de narrar (conscientemente) una historia –como sucede a Palmiro, en cuyo caso se recupera además la tertulia literaria, la literatura como medio de reunión, o a la propia voz enunciativa del narrador en un plano superior- u otros que, por circunstancias determinadas, de súbito, asumen este mismo rol, aunque, en tal caso, la narración, al no tener visos de ficción alguna, es elidida, esto es, se deja constancia de ella pero no se “muestra”, que diría Anderson- Imbert: recordemos el momento en que Ivonne cuenta lo sucedido al protagonista de “Las aguas del olvido” (pág. 89) aunque se incluya algún fragmento de tal conversación; dentro de este grupo, el caso de personajes como el camarero de “La poseída” o el camionero de “Nada del otro mundo” sería especial, ya que, en tales intervenciones, se halla la resolución final de los respectivos misterios.
Tal diferencia en el tratamiento hacia un expositor u otro enlaza con la idea, tan reiterada por Muñoz Molina, de que la vida por sí misma no puede mediante la mera trascripción convertirse en literatura (obsérvese lo dicho por Ivonne al respecto –“muchas veces yo he pensado en escribir mi vida [...].Sería una novela”, pág. 84- o la tajante expresión del detective de “Borrador de una historia –“los mejores argumentos no son los que inventa uno, sino los que vienen en la sección de los sucesos”, pág. 193).
Frente a tal idea, otra facción de los personajes –que haría las veces de reflejo “ex-contraris” con respecto a lo que se espera del lector real con el cual sí comparte este colectivo la afición por la letra escrita o contada-, se presenta  como esa parte de la sociedad aficionada a los libros pero anclada en un gusto decimonónico por cuanto folletinesco, característica que explica el perfil psíquico de cada uno de ellos (Muñoz Molina nos demuestra hasta qué punto es relevante la lectura y las referencias en este campo), lo cual se nos muestra, significativamente, en la cómica reacción del personaje –por ejemplo, Quintana, catalogado como “víctima de la pobreza y del romanticismo del el cine y la televisión”, “La gentileza de los desconocidos, pág. 215- ante las anécdotas personales que Walberg le narra (“como uno de esos folletines románticos de la televisión [...] que provoca las lágrimas de su oyente”, pág. 208) o la ausencia de criterio que predomina en lectores como el protagonista de “La poseída”. Un segundo tipo de éstos serían aquéllos a través de cuya entidad el autor vuelca esa reflexión metaliteraria –dando pie a la exposición de sus propios planteamientos creativos- mediante el ejercicio común de la escritura; estos personajes debemos analizarlos a la luz del segundo ámbito, superior al ya mencionado por su carácter reflexivo acerca del hecho literario en sí, pero incluido igualmente en este primero puesto que, en ambos casos, se está proyectando la presencia de la literatura en la existencia humana y conectando dicha representación, dentro de la ficción, con la realidad concreta e inmediata. La indagación de estos personajes recala en aspectos como los entresijos del quehacer literario o mostrando el envés “físico” del propio relato que estamos leyendo, los procesos mentales que laten bajo la composición de éste; en tal sentido, resulta ineludible apuntar la naturalidad con que el narrador protagonista de “Nada del otro mundo” expone todo un repertorio de dudas y temores a la hora de configurar el relato, el desfase –con una intención hiperbólica- existente entre la velocidad inferior de la imaginación con respecto a la de la escritura artificial, la incidencia en dicho proceso de su estado anímico, el misterioso mecanismo que conduce al hallazgo literario (“palabras que no estoy seguro de escribir yo”, pág. 30), incluso la contienda que –dado su nerviosismo- ha de librar contra su propio yo para mantener su concentración, viéndose obligado a retomar una y otra vez el hilo  (“pero sin darme cuenta he ido más lejos y ahora debo apresurarme a volver”, pág. 32), en un discurso que nos trae a la memoria los mecanismos desplegados por Sábato en El túnel; en ocasiones, asistimos a la fusión de esa plena conciencia sobre la naturaleza del relato que nosotros leemos y la técnica anteriormente estudiada de la prolepsis, de lo cual se infiere la doble funcionalidad –con respecto a la línea propiamente metaficcional y al conocimiento acerca del devenir de la trama- de tales reflexiones, en un principio ajenas a la acción principal (“el final ya no va a retrasarse”, “Nada del otro mundo”, pág. 71). 
Ajenos al cultivo literario en cualquiera de sus facetas, se halla otra serie de personajes cuyo estado de extremo abandono los sitúa en el peldaño más bajo de una escalera siempre descendente en la que descansan, un poco más arriba, aunque no mucho más, el total de los seres que integran el microuniverso de Nada del otro mundo; de este modo, el estado límite de dichos personajes –como el que muestra la mujer, cuya presencia no quiere recordar el protagonista de “Extraños en la noche”, esgrimiendo argumentos como “dame una copa o moriré” (pág. 132)- se convierte en la materialización hiperbólica del sentimiento que transpira el resto de la sociedad, siendo éstos curiosamente los únicos –quizá por haber perdido incluso “el último metro”, esto es, la capacidad y el deseo mínimos de imaginar- que no muestran interés alguno, ni siquiera por la narración de una anécdota (obsérvese que la actitud vital de los personajes se mide en función del interés que muestran hacia todo lo relativo al objeto literario). Son, por tanto, seres que vagan (con esa dimensión fantástica del libro que refuerza tan cruda imagen) buscando la evasión más primaria y vacía, tal como puede ser el alcohol.
Tales presencias entroncan, de este modo,  con el componente fantástico que impregna todo el conjunto, cumpliendo así éste la doble función de, por un lado distorsionar lo cotidiano y por el otro metaforizar esa “no-existencia” que sufre el individuo; aunque también se manifiesten entes paranormales con carácter individual (como la supuestamente fallecida Susana que se hace sentir terroríficamente en la casa de “Si tú me dices ven”) o, en una imagen de extrema pesadilla y muñequización (“parecen no tener cuerpo ni relación alguna con el mundo exterior”, “Nada del otro mundo”, pág. 58), grupos numerosos de existencia vacía, mecánica y perfiles borrosos –curiosamente, espectadores carentes de interés o inquietud alguna que asisten a una conferencia (como la de “Nada del otro mundo”) o a una función teatral (dando lugar en este último caso a una imagen profundamente lorquiana –aún más si tenemos en cuenta el protagonismo de este público en “Un amor imposible”-); tal simbiosis entre lo mágico-terrorífico y lo ensoñado crea incluso una difuminación de contornos que, en ocasiones –y siempre intencionadamente-, no permite delimitación alguna y nos obliga así a admitir nuestra incapacidad como seres potencialmente imaginativos.
 Con todo, estos individuos acumulan, en su yo más íntimo, la necesidad vital de comunicarse, tal como se muestra en esos simbólicos, además de aterradores, arañazos en la puerta cerrada (obsérvese cómo la importancia de este elemento es puesta sobre la mesa por boca de Walberg cuando dice que “abrir puertas es uno de los actos que más repetimos en nuestra vida”, “La gentileza de los desconocidos”, pág. 244) tras la cual se encuentra paralizado por el pavor el protagonista (como en “Nada del otro mundo”o “Si tú me dices ven”), trasunto del uso obsesivo del teléfono (recordemos el protagonista de “El hombre sombra” –cuando atribuye su comportamiento a ese otro yo que “la rehuye el cobarde. Está ahí y no quiere hablar con ella”, pág. 79) o el del ordenador, a falta de receptores inmediatos, en “Nada del otro mundo”. Los personajes que utilizan compulsivamente dichos elementos son aquéllos que, aun enfermos de la misma soledad, bien por pertenecer, desde el enfoque fantástico, al mundo de  los vivos, bien desde una perspectiva simbólica, no han perdido esa capacidad de imaginar que se remonta a los orígenes de nuestro propio periplo vital tal como nos recuerda el autor59; dentro de este inventario de “objetos fetiche” hemos de recordar la presencia de otros elementos, con el mismo significado de entrada o conexión con el más allá pero, al mismo tiempo, quizá con esa realidad que se prefiere eludir, como, por ejemplo, la ventana, lo cual se muestra en “Las aguas del olvido” donde, a través de la misma el marido asiste al engaño aparentemente impasible mientras divisa el río con intenciones que serán determinantes al final de la trama. Con todo, tanto la ventana como el espejo o la puerta también son concebidos por Muñoz Molina como herramientas metafóricas de comunicación (“ [la literatura]es una ventana [más allá del horizonte] y también un espejo [hasta lo más íntimo de nuestro yo]”60; artilugios  como el teléfono –que crean una mayor irrealidad dada la lejanía espacial y la incorporeidad de la voz escuchada al otro lado- constituyen un puente de comunicación con esa dimensión alternativa en un sentido dilógico: tanto por la presencia de lo paranormal como por la soledad física y -en ocasiones, emocional- que encierra dicho medio. Los teléfonos que presiden la colección muñozmoliniana, pues, son aquellos “que suenan para nadie en las habitaciones vacías” (“El hombre sombra”, pág. 80) tales como el de Santiago Pardo o el de Guzmán.
Esta pervivencia de la ilusión a la que nos estamos refiriendo conlleva, no obstante, el permanente regreso a la realidad excepto en aquéllos que ya se encuentran dañados psíquicamente, lo cual no deja de ser significativo (como el cuadro psicológico de Quintana). Sin embargo, por contra, tal ilusión calma la sed vital inmediata de esos individuos, siendo la capacidad de inventar historias, en cuyo reparto ellos figuran como protagonistas, la última tabla de salvación ante el profundo agujero negro  que se aloja en su yo interior; tal proceso exige, para su pleno disfrute, olvidar el carácter irreal de dicha vivencia, lo cual los llena, víctimas como son de un solipsismo, primero forzoso y luego, por falta de valentía y fuerza, acogido como innato o natural, a concebir su desesperada búsqueda del “otro” en lo desconocido como un trabajo detectivesco, oficio que, de hecho, encontramos realmente en dos protagonistas (“La colina de los sacrificios” y “Borrador de una historia”). Dada la extrema urgencia de contactos –amistosos o pasionales, nunca realizados-, tales individuos, en el trascurso de esta programada fantasía –en la que a pesar de todo siempre se duda sobre el “instante en que tendrían fin la mentira y la simulación” (pág. 76)- asumen una actitud muy peculiar aunque válida con respecto a la función de un cuentista cualquiera; el conflicto se general cuando, ya perdida la capacidad para vislumbrar el horizonte que media entre ese continuo “relato íntimo” y el entorno en el que vive (es decir, la quijotesca traslación de lo literario a componente de la realidad), se produce el choque frontal con el mundo –recordemos la confusión que vive, tras haber sido refutada su investigación con una certeza científica el detective de “La colina de los sacrificios”- y así el sueño se extingue, irremediablemente, un sueño que siempre tiene como núcleo a u desconocido, nunca a sí mismo; con todo, la convivencia forzada consigo mismo, deriva en la aparición de un elemento que, como el teléfono o los arañazos contra la puerta antes comentados –también imágenes constantes en las que se superpone sobre un objeto cotidiano un significado de incomunicación-, nace (en una vertiente simbólica) como trasunto de la más profunda soledad: el espejo, el cual puede connotar una forma trágica –dada la soledad que su uso implica- de sentirse acompañado el individuo (“andaba Santiago Pardo mirándose [...] en los espejos de las tiendas, eligiendo, alternativamente, el lado derecho  o el izquierdo [...]”, “El hombre sombra”, pág. 75), pero también como enemigo que le muestra, al igual que hace con su rostro, la cruda realidad de su vida (véase “Un amor imposible”, pág. 181) o, como muestra palmaria de cobardía y aislamiento, cuando el sujeto en cuestión “ni siquiera ve su propia cara en los espejos” (“Extraños en la noche”, pág. 135); bajo el ejercicio de espejamiento, sobre una superficie que le devuelve al individuo su misma imagen invertida, late el problema de la otredad, la disgregación del ser humano como consecuencia de su estancia en una sociedad cada vez más desarraigada y cosmopolita, explicando también este sentido profundo del conflicto el estado de los personajes (véase como ejercicio magistral sobre este tema de la otredad “El hombre sombra”).
Al igual que Santiago Pardo, acudiendo a citas imaginarias y recibiendo llamadas que, por la incidencia de ese componente fantasmagórico nunca son para él, sino para –según su juicio- una especie de alter ego enemigo que actúa a través de su propio cuerpo, pero de cuyos comportamientos no recuerda nada (“el otro, Mario, debió urdir una disculpa inútil”,dice el narrador trasladando las suposiciones al protagonista, “El hombre sombra”, pág. 77), estos individuos son capaces de abstraerse y recluirse en el coto privado de su propia invención, transformando dichas señales provenientes de la realidad –como amenazas que son contra la estabilidad de ese mundo ficcional dolorosamente edificado- en componentes inocuos, incluso positivos, para la continuación del sueño; tal capacidad de alienación viene, en muchas ocasiones, reforzada por el consumo de sustancias entumecedoras del cerebro, como el alcohol y por el poder devastador del insomnio (véase “Si tú me dices ven”) a lo cual se añade la aparición inesperada del hipotético sueño (Id.), hábitos comunes a todo el repertorio humano de Nada del otro mundo y, por extensión,  de la sociedad que, en sus “escasas” líneas, se halla audazmente reflejada ; sin embargo, en ese proceso decadente, también encontramos, dentro de la galería muñozmoliniana, personajes –ya aludidos- cuya situación les hace sentirse progresivamente más cerca de la propia demencia (“estoy volviéndome loco”, pág. 149), siendo, a este respecto, muy sutil y revelador el título del último relato (“La gentileza de los desconocidos”), en el que se aúnan la demencial soledad del asesino Quintana, que busca la compañía en los labios que extrae de sus víctimas, y la desesperada locura de Blanche Dubois.
No obstante, tal decadencia hacia el olvido más terrible se halla también en otra de las reflexiones constantes que acucian a estos personajes, esto es, su invisibilidad casi incorpórea como respuesta al abandono y a la indiferencia que los demás le procuran (“Se disolvió en la sombra, como si alguien hubiera dejado de pensar en él. Por eso cuando sonó el teléfono, su cuerpo y su conciencia cobraron forma otra vez”, “El hombre sombra”, pág. 77) o la deshumanización paulatina (tras realizar el acto amoroso con alguien a quien ama y no le corresponde –aunque se eluda la circunstancia de que ese alguien es una actriz, la cual se limita a desempeñar su papel sobre el escenario-, éste afirma que “ya no soy humano, no tengo nombre”, “Un amor imposible”, pág. 189); es decir, somos en la medida que existimos para los demás, que algún individuo, aunque sea uno solo (incluso imaginario) nos “piensa y enumera”, que (de nuevo) diría Benedetti. He aquí el punto en el que confluyen, para Muñoz Molina, la vida solitaria de sus personajes y la literatura: “el sentimiento de inexistencia”61 –que se hace extensivo desde los personajes en un sentido existencial y también como creadores hacia el sentimiento del propio autor- como resultado de la ausencia lectora –tanto en el microuniverso de Nada del otro mundo como en el espacio real del autor, de lo cual se infiere que “leer algo que hemos escrito y que nadie ha leído aún es como mirarnos por la mañana en el espejo, sabiendo la cara que vamos a encontrar y sabiendo que no es la verdadera”62. Con tal afirmación, el autor no sólo sintetiza el significado que, aplicado a la expresión artística, tiene el abandono como elemento nuclear de toda la colección, sino que muestra al lector, en carne viva, los estragos que provoca su “no-asistencia” a esa cita entre el libro y él, proporcionando a éste un poderoso telescopio con el que acercarse- como el personaje hitchcokiano- a las miserias humanas, pero también al ansia con que el autor aguarda tras éstas su atención.
En conclusión, podemos dilucidar, ante tal mosaico de voces en “sombra”, que dichas presencias buscan, como se hace evidente por parte de los distintos narradores en cada cuento, a un “otro” que no está en el espacio ficcional, un ser  que debe esperarlas más allá, por lo que, en la psique del propio lector, dada la implicación emocional que el autor le ha inyectado y por ser éste el único que en tal mar de soledades contempla devocionalmente a los personajes, se genera un sentimiento de complicidad con aquéllos y un compromiso simbólico.
En cuanto a los posibles compañeros de viaje que estos personajes encuentran en su breve estancia por la páginas de Muñoz Molina, la función de éstos es acrecentar hasta la extenuación este estado; así, percibimos esa dilógica disertación que el protagonista de “Un amor imposible” en la que él se refiere al orgasmo sexual pero también, de forma intencionada, a la indiferencia que en tal situación le supondría la llegada de la muerte (“lo fácil que sería abandonarse a ese instante final que ella pide y posterga”, pág. 188); por otro lado, en “Extraños en la noche” se acepta la soledad como causa lógica de la muerte física, esta vez no sin indiferencia (“miedo a que también él se vea exterminado algún día por la soledad”, pág. 135)
Tal coyuntura, es independiente, en determinados casos, de la compañía o su ausencia, puesto que ésta no se tiene por sincera pasión, sino por “inércica” dependencia, -como es el caso del agotado matrimonio de “Las otras vidas” y del resto de parejas,  que parecen converger en el mismo relato, con idéntico fin-  o necesidad espontánea de contacto sin un objetivo concreto o, al menos, no esperado por el lector –como en encuentro entre esos “extraños en la noche”, los cuales, en contra de lo previsible, ni siquiera se ven movidos por un instinto sexual muchas veces frustrado, sino por algo tan inocente como una conversación banal o tan desesperado como el alcohol-; una de las excepciones en que, presumiblemente, existe un amor auténtico, mutuo y “real” –aunque tal naturaleza, en este libro, deba afirmarse siempre, como se desprende de la constante ambigüedad, con un vestigio de duda- es la situación de “Si tú me dices ven”, donde, vemos, de forma significativa, un vital proyecto común de pareja truncado por la introducción del componente fantástico, el cual transforma –quizá porque también desde siempre fue imaginado- la ansiada compañía en irremediable soledad. En el trasiego monótono de estos olvidados individuos, la búsqueda de cariño puede verse alimentada por un gesto impreciso, por un comentario intrascendente de mano de cualquier desconocido (obsérvese el efecto balsámico, de emoción verdadera, que producen en Marino las triviales palabras del camarero –pág. 199-) o el apego a los únicos seres que, aunque por cuestiones meramente circunstanciales e incluso nada agradables, encuentra con cierta asiduidad (recordemos al inspector, que “se acordaba del acusado con la melancolía de quien añora a un amigo perdido”, “La colina de los sacrificios”, pág. 166). En fin, recogiendo unas certeras palabras de Soria Olmedo, lo que tenemos ante nosotros tras asistir a este escenario al cual entran y del que salen tan particulares personajes es “la mutua y solidaria máscara de la desesperación, de un doble espanto en el que cada uno de ellos seguía estando infinitamente solo, condenado y perdido”63. la dialéctica permanente que el autor establece entre ellos con respecto al tándem realidad-ficción (en cuya confusión viven y conviven) adquiere, por tanto, un cariz de castigo perpetuo e irrefutable, sin que esto impida que el lector no sólo reaccione solidarizándose con este llanto universal, sino que además, tal sentimiento de equívoco, en el que se ahogan los personajes, atraviese las fronteras de la ficción y se instale en el clima emocional que rodea a éste; de este modo, la lectura toma forma como experiencia espiritual, necesaria para todo individuo –a nivel personal y a nivel colectivo, tal como se infiere de la presencia de ambos modelos (aunque el segundo mediante la transmisión oral)-, lo cual se hace doblemente eficaz por la cercanía de los personajes que, de hecho, también pasan la mayor parte del tiempo desempeñando una actividad lectora o receptora, aunque, en muchos casos, sólo lo hagan escuchándose a sí mismos, dando lugar a la conversión de ese lector real en “el protagonista y personaje único de un relato en el sólo sucedía su actitud de lector”64. Tanto es así que, al margen del correlato trágico que encierra a los individuos de la obra Nada del otro mundo en un espacio-tiempo -tan remoto y ultraterreno como el que habitaban Juana Rosa y Funes en el primer relato de la serie-, apartando esa dimensión más psicológica, pero al mismo tiempo también comprometida socialmente, lo que nos queda, en esencia, es una “selva de lectores” en diálogo con y entre la tradición y la modernidad hacia la cual Muñoz Molina dirige sus “pasos perdidos”; tal ejercicio a cuya marcha nos invita el autor, no obstante, sólo será posible si aprendemos, sin perder de vista el norte, la realidad, ni nos recluimos  -también como los personajes- a una vida de anhelos que se agotan en su propia evocación mental-, a gozar de esa doble soledad acompañada en la que confluyen lector y escritor, es decir, propia del “beatus ille” (calma controlada de placentero autoconocimiento) y del soñador, capaz de poner en marcha la imaginación –y así espiritualizarse- en medio del urbano trasiego de cada día65.
Sin embargo, por encima de todos, hay en esta obra una llamada persistente hacia el disfrute de la vida, lo cual, eso sí, alcanzará su cénit gracias a nuestra capacidad de imaginar, explicando, además, la afirmación del autor cuando sentencia que ni el lector ni el autor se conforman con la mera recreación ficcional66; “la literatura es [pues] un atributo de la vida y un arma de la inteligencia y la felicidad”67, siendo la conexión aquí planteada entre el dinamismo existencial y la creación literaria especialmente significativa en el cauce cuentístico, dada esa cercanía “de la espontaneidad de la vida” a la que hacía mención Anderson-Imbert68, por lo que resulta éste –recordemos su capacidad educativa- el marco idóneo para experimentar la lectura como fuente inagotable de conocimiento frente a las limitaciones de lo racional; en este sentido, resulta revelador el hecho de que los doce cuentos que componen esta colección se articulen en torno a avatares motivados por las emociones de los individuos –esenciales, en ocasiones, primarios-, apenas caracterizados, y por ello universales. No obstante, a pesar de la quizá inusitada profundidad psicológica de los personajes en un género “demasiado breve” cuyo eje es la pura acción, tal acción es la que los determina, por lo que aun recreando la imaginación de éstos mundos superpuestos al real, son los cambios de este entorno los que dan lugar al desarrollo de un universo ficticio, es decir, estos seres son, en cierto modo, más testigos que actantes, cualidad que se deriva, bien de la fuerza con que los correspondientes imprevistos externos se precipitan sobre ellos, bien porque su actitud, de entrada, se restringe al paroxismo.
Una vez analizadas las claves que nos han llevado a elegir como objeto nuclear del estudio la presencia del lector en Nada del otro mundo y el protagonismo de dicho aspecto en la narrativa breve de Muñoz Molina, avancemos, pues, en las consecuencias que tal certeza implica hasta el punto de hallar –como ya se ha ido vaticinando- en esta obra toda una poética de la narración breve como vehículo idóneo para la recuperación de este papel –imprescindible, para que tal reconquista sea posible- y de los orígenes históricos y psicológicos, siguiendo la división establecida por Anderson-Imbert69, de la literatura. A continuación, pues, encaminaremos este entramado cuentístico hacia las conclusiones que de cuyo estudio se desprenden.
Partimos de una afirmación realizada por dicho estudioso según la cual se define el cuento “como intuición concreta de una acción que no es real sino posible”70 en un sentido aristotélico; de tal afirmación se desprende, en primer lugar, la asunción por parte del autor de los preceptos clásicos (“yo no he elegido esas influencias: he sido empujado hacia ellas por una mezcla de azar y necesidad” nos dice Muñoz Molina71, establecidos ya por Poe (“la unidad de efecto o impresión [sólo es posible a partir de escritos más breves] una única impresión o efecto concebido antes de idear sucesos, personajes, situaciones, con el propósito de plasmar dicho efecto [...] que de al espectador un sentido de plena satisfacción”72) y, por tanto, el rechazo de propuestas más rupturistas, que teóricos como Anderson-Imbert denominan “anticuento”73. de hecho, a lo largo de estos doce relatos, Muñoz Molina realiza un perfecto compendio de las técnicas tradicionales del cuento explotando, además, al máximo, la esencia que, más allá de la brevedad –rasgo más evidente pero también insuficiente para una caracterización del género-, propone este género desde su primera configuración como entidad literaria, dado que, a pesar de su consideración meramente popular hasta finales del XIX, existe una conciencia creativa que es muy anterior; en este sentido, Anderson-Imbert considera que ya en los albores del relato breve éste era concebido y compuesto por un autor individual, con plena conciencia de tener que crear un producto estético cuya finalidad fuera la satisfacción del auditorio74.
Así, Muñoz Molina, en cuanto a los componentes que ocupan el espacio de la ficción, presenta subrelatos, enmarcados en una diégesis cohesionada con éstos –como el que, mediante analepsis, entreteje el protagonista de “Nada del otro mundo” u otros cuyo armazón superior refleja las condiciones tradicionales para el desarrollo de una exposición, esto es, la conversación de “El cuarto del fantasma”; otra idea tradicional –esta extensiva a otros géneros- es el tópico del sabio anciano y su discípulo, representado aquí por la relación entre personajes como Palmiro y Walberg con respecto a los jóvenes tertulianos, en el primer caso, y al ignorante Quintana, en el segundo; José-Carlos Mainer alude a la técnica del inicio resumen también como vía hacia la recuperación de ese origen (“[este] es, en el fondo, la reliquia de los arranques épicos que, antes de entrar en cuestión anunciaban a los lectores u oyentes lo sustancial de la trama”75), lo cual se manifiesta en la mayoría de los relatos –caso, por ejemplo, de “Extraños en la noche” donde la primera línea encierra el gran enigma cuyo interés suscitará la ávida lectura del texto (“habría dado cualquier cosa por no encontrar la foto en el periódico”, pág. 121) o en la ubicación detallista que se ofrece en “Si tú me dices ven” (véase pág. 173)-; de la misma forma, observamos el recurso de incluir una sentenciosa conclusión a modo de enseñanza y referencia a la propia tónica de la serie (en “La gentileza de los desconocidos” cuando se dice que “la rapidez [...] con que lo normal se vuelve monstruoso y lo familiar desconocido”, pág. 223); no deja de ser significativo, en esa afán por contrastar, a la manera tradicional, los límites entre realidad y ficción, la presencia de noticias, como en “La poseída”, “Extraños en la noche” o “La gentileza de los  desconocidos”  -que, en la realidad del propio espacio ficticio, ponen en duda dicho horizonte entre esta primera nota de cotidianeidad y un espacio de, digamos, “subficción”, proporcionado por la inventiva de los personajes.
En segundo lugar, con respecto al plano externo, del autor, una vez planteadas las técnicas – analizadas a medida que el propio estudio nos lo ha ido pidiendo- debemos añadir que, incluso ese carácter combativo ya comentado, encuentra su correlato histórico en el arraigo  que hacia el siglo XIX tuvo el periodismo en la creación del cuento, lo cual generó una literatura socializante76, adquiriendo en la obra de Muñoz Molina una doble dimensión, como tendencia propia del escritor dado su arte y su compromiso, y como eco proveniente de la tradición cuentística. Tal implicación se vincula, además, a la concepción de la literatura para el autor como medio de subsistencia en lo personal y como instrumento de actividad socio-cultural (“yo no me dedicaría a la literatura si no creyera que tiene una función práctica”77)
Sin embargo, más allá de tipificados esquemas formales o meros aspectos temáticos hay – como hemos visto- una apuesta decidida por parte del autor hacia la “praxis”, personal y brillante, de los preceptos fundamentales que posibilitan la máxima eficacia del cuento, siguiendo, en este caso, no ya un evidente camino hacia el origen –recordemos los guiños hacia literaturas pretéritas o el valor mismo que otorga a la literatura previa de los clásicos – sino hacia la purificación de la propia expresión, el cultivo del silencio como eje de todo buen cuento; tal concepción posibilita la presencia de una “tercera dimensión espacial” –en sus propias palabras-78, tan necesaria entre las estrechas paredes –en cuanto a extensión- del cuento; a tenor de esto, decía Jankélévitch que “la infinitud espacial del discurso obliga al escritor a sugerir más allá de las palabras al lector, a comprender entre líneas”79. En este sentido, resulta ineludible una cita del ubetense en la que define “nombrar [como] contarlo todo con una sola palabra [...] los espacios en blanco son los que dejan siempre entre nosotros el desconocimiento y los que ocupa la imaginación”80; de este modo, el autor otorga a la absoluta esencialidad del texto escrito –que es una sola palabra- indefinida capacidad significativa y, al mismo tiempo, en el plano del silencio, nos invita a embestir  los “intersticios”, que  diría Eco81, o casillas vacías, concediéndoles la misma multiplicidad de sentido (“[palabra y silencio] crean líneas simultáneas de significación que adquieren su única resonancia posible en la conciencia del lector”82). De hecho, si el potencial de la palabra seleccionada provée al lector de un campo significativo siempre por agotar, la ausencia literal de la misma, carece incluso de esa referencia codificada que es la partícula textual, por lo que su plurivocidad es, en este sentido, mayor, puesto que “no alude [ya] a la riqueza de la elocuencia sino a las posibilidades interpretativas que descubre una imitación ausente”83; la colección de relatos que da lugar a Nada del otro mundo se configura, así, en base a los principios de “indeterminación” –término propuesto Ingarden, según el cual “la obra literaria es un objeto propiamente intencional y heterónomo, esto es, resulta dependiente de un acto de conciencia tanto de las objetividades reales como puramente ideales”84- y de espacio textualmente vacío; nos hallamos, pues, ante una composición gráficamente prosística que encierra un talante creativo de raigambre poética. Este ejercicio de la indeterminación, se halla compensado por la multiplicidad de significados relegada a un estadio latente pero conectada a la superficie del texto mediante un hilo casi invisible, conexión que da lugar a percibir en esa dimensión patente, el concepto de condensación; a este respecto, el autor disemina toda una red de procedimientos y expresiones, tales como la inclusión de distintas voces enunciativas en un mismo párrafo, sin punto y aparte, jugando con los distintos cánones posibles a través de los cuales la literatura puede plasmar lo dicho por un personaje desde el tópicamente decimonónico estilo indirecto libre hasta la anárquica mezcla de voces sin especificación alguna, es decir, sólo reconocibles en su procedencia por el contexto; las continuas elipsis (“la elipsis es el gran aprendizaje de un novelista”, nos dice el autor85) sustituida por una mínima referencia del narrador al contenido eliminado; las propias secuencias de sentido ambiguo ya aludidas; el escaso número de rasgos físicos utilizado –algo de lo que el mismo autor se hace cargo-, lo cual se compensa por el poder evocador de los nombres propios –las connotaciones necrológicas de “Funes”, la extracción social y perfil psicológico común sugerido por los anglosajones nombres de “Ivonne” y “Charlie”, el irónico contenido del que el propio narrador se hace eco, sobre “Inma”, etc.-. Tal condensación genera, por principio, la presencia del silencio, por lo que el lector ha de convertir ese estado de indeterminación resultante mediante la concretización entendida como “actividad cognitiva” en la cual se rellena el esqueleto que, desde este enfoque, resulta ser la obra literaria86; en este magistral ejercicio de esencialización, la actividad del lector no es imprescindible para la mera reviviscencia del texto sin más, sino para la constante reconstrucción, en cada espacio-tiempo, de sus posibles interpretaciones, tarea duplicada en textos que, como este, catalogamos sólo a priori, como abierto(en lo sucesivo concluiremos que, por la propia apariencia de apertura que crea, al hallarse en realidad generada por todo un sistema coherente, se trata de un texto cerrado). La naturaleza de tal consideración reside en esa maquinaria pesada –entiéndase sin connotaciones negativas- que sostiene esta fantástica e inexplicablemente poco difundida colección, cuya actividad abarca y es origen de todo el texto, tal como se infiere de la perfecta simbiosis entre la temática esencial del conjunto (el cuestionamiento en cuanto a los conceptos de realidad y ficción) y su expresión formal (la constante ambigüedad).
El enfrentamiento con respecto a la represión que podría imponer, de entrada, un texto cerrado, no tiene lugar en esta obra, puesto que se trata de un texto en cuya cerrazón alberga, como piedra angular, un juego dinámico con el lector; sin embargo, esa ilusión de apertura implica también una transformación de todos los parámetros constitutivos del relato, por lo que, a pesar de ser un texto plenamente codificado(en cuanto que circuito perfecto), no esboza, aparentemente, un lector modelo definido. De este modo, el autor debe –como lo demuestra el inventario de técnicas empleado con una intención muy concreta- presuponer, prever, los posibles perfiles en base al lector ideal interno (él mismo), es decir, de acuerdo con unas directrices personales, y al externo –que viene a saciar las urgencias del primero en la medida que el autor concibe la literatura como “casi revolucionaria declaración de principios”87, pero siempre como vehículo de comunicación  práctica con el lector histórico (encarnación variable según las coordenadas en que éste se halle con respecto al lector ideal externo). A partir de esta presunción, el autor ejecuta su obra, creando –dado que, como lectores, tenemos la sensación primera de que plantea un esquema abierto- una parcela controlada de libertad, ya que –como recordaba Peirce, aunque las opciones en potencia pueden ser infinitas, “el discurso introduce una limitación”88; así –como podemos observar de forma paradigmática en los finales, desde esta perspectiva lectora e inicial, abiertos que dominan en Nada del otro mundo-, aunque tal control se haga patente en todos los mecanismos que articulan este hábeas cuentístico, el narrador nos capacita de todas las herramientas necesarias para establecer indecisamente varios desenlaces (“Nada del otro mundo”) o con convicción defender uno sólo (“La poseída”), todo ello en función de la información que se nos haya ido proporcionando. Sin embargo, ya sea el cuestionamiento que, a grandes rasgos, vertebra el libro entre realidad y ficción, entre vigilia y sueño (en “Si tú me dices ven”, dada la alternancia ente el insomnio y la pesadilla, la elección se hace más espinosa) o por el mero equívoco expresivo (en “Un amor imposible” ese “como si se quitara el uniforme al terminar su trabajo”- pág. 189- cuando ya creíamos real el hecho de que ambos fueran actores en la escena final de una función teatral); el autor no ceja de mantener una mínima simultaneidad de respuestas posibles por parte del lector, igualmente válidas, promoviendo, no sólo la permanente relectura del texto –por tanto, haciendo posible la pervivencia del hecho literario y con ella la finalidad última del mismo- sino, además, elevando (y por ello demostrando) el conflicto del yo universal que se siente anónimo e incapacitado ante la realidad de las dimensiones cognitivas a las cuales accede (recordemos que, según Muñoz Molina, “los demás y nosotros mismos somos una mezcla de realidad y ficción en virtud del modo en que los elaboran nuestra mirada y nuestra imaginación”89).
Frente a esta tónica general, encontramos relatos en los que la cerrazón es mayor y, sin embargo aún así, se hallan plagados de puntos difusos que, no obstante, permiten una resolución lógica de la historia; en esta línea, por ejemplo, se encuentra “Las otras vidas” o “La poseída”, siendo este segundo caso doblemente interesante por presentar un desenlace que el lector puede explicarse con claridad gracias a los datos suministrados, pero en el que se le priva de toda mención explícita en un texto que, por este motivo, constituye una prodigiosa “perífrasis compositiva sin solución” (es decir, sabemos perfectamente lo que sucede pero el autor con extrema sutileza y característico dominio de la palabra, logra evitar toda concesión en forma de referencia expresa o expresión meramente denotativa).
A tenor de esta frase magistral sobre la tensión entre la posibilidad y el límite de la misma, Eco –a modo de ratificación, quizá demasiado extensa pero, en todo caso, necesaria- con respecto al punto discursivo en que nos encontramos-, que en tal texto se debe “armonizar el reconocimiento de la libertad de las interpretaciones y el del código textual, por el expediente de sostener que la libertad interpretativa que el lector lleva a término tiene en el texto el horizonte de su posibilidad, toda vez que el propio mecanismo generativo del texto literario tiene previstas las descodificaciones que un lector modelo realiza”90.
Así, el propósito final será “que por muchas que sean las interpretaciones posibles, unas repercutan sobre las otras de modo tal que no se excluyan, sino que, en cambio, se refuercen recíprocamente”91; esta complementariedad tiene lugar, por ejemplo, y sólo de forma representativa, en “La gentileza de los desconocidos” donde, tanto si el asesino es Quintana como si es Walberg –duda provocada y mantenida hasta el final- somos capaces de ver reforzado el sentido del texto a partir, precisamente, de la propia indecisión, de modo que ambas opciones se alían en la exposición que el narrador quiere hacernos sobre la ambigüedad de las apariencias a nivel individual  y con relación a la extraña amistad que se establece entre ellos; tal dualidad permite enriquecer nuestro conocimiento de esa “gentileza” que la protagonista de “Un tranvía llamado deseo” presuponía en los desconocidos.
Por todo lo dicho, a aquella triple esencia del escritor habría que añadir, como condición ineludible para que éste pueda considerarse tal de forma plena (recordemos que “sin el lector la literatura no existe”92, algo dicho por muchos autores pero pocas veces con esta integridad teórica y práctica), la presencia activa y físico-emocional del lector que, frente a una “literatura de simulacros” –cuyo único fruto es la evasión narcotizante que conduce a la pasividad- elige una “literatura lúcida”93.
En torno a esa “sólida sociedad secreta”94 que, sin saberlo, constituye el inventario humano de esta sorpresiva y sorprendente compilación, se despliega todo un macrosistema de paraísos perdidos y cercanos –de corte, en su mayoría, nocturno y marginal- cuyo corrupto aire, a veces en forma de energía paranormal, enturbia el ánimo e impulsa, como mecanismo de defensa contra lo misterioso del mundo y contra la soledad, hacia el refugio de la imaginación; ésta se desarrolla en la mente de los personajes a partir de una indiscriminada formación libresca -ignorando y casi olvidando los contornos de la impasible e inexorable realidad-, todo ello en unos márgenes tempoespaciales inmediatos (el alcance horario suele ser escaso y los escenarios, cotidianos) conectando con esa veracidad que tradicionalmente postuló el esquema inicial de lo que sería el cuento y, a la vez, remoto por ser un mundo casi siempre atravesado por constantes vitales inconcebibles dentro de la ordinaria existencia del hombre, viéndose esto reforzado por el trasunto mítico que tales presencias suelen tener (recordemos la confluencia entre pasado y presente históricos que se produce en relatos como “Nada del otro mundo”, “La colina de los sacrificios” o entre el estadio temporal creado por la fantasía a partir de una lectura mal asimilada y el ahora real como “Borrador de una historia”). Al margen del aislamiento y la resignación –cuyo último reducto es esa capacidad de inventar, literariamente o no- que traspira cada página de Nada del otro mundo-, al margen de la meditación consecuente, el autor nos invita a un juego (desde la raíz, la conexión con el origen del cuento es total) en el cual el gran placer (para el lector real y para el propio autor) es el de contar y escuchar, siendo partícipes directos de cada historia y oyentes, en la misma medida, de doce anécdotas inolvidables, en las cuales, frente a la brevedad del género, en un sentido, digamos, horizontal, se ofrece  un camino vertical hacia los subterfugios del yo, siempre inabarcable, siempre receloso de ofrecernos el último enigma. Tal esquema da lugar a la configuración de una serie de creaciones autónomas cuyas redes establecen una serie de puntos recurrentes y la superposición de posibles soluciones hacia la nunca saciada ni completa “tangibilidad” de cada historia, siendo dicha comparación real y significativa aunque secundaria para unos textos detenidamente pulidos; se trata, pues, a pesar de la apertura innegable que líneas atrás hemos destacado –siempre vaticinando su posterior matización- como rasgo esencial de cada cuento en cuanto que “collage” –eso sí, indefinido pero artesanalmente diseñado- de posibilidades de un conjunto narrativo cuyos miembros ofrecen, desde tal perspectiva, una estructura perfectamente codificada, sin negar, dentro de ella,  la apertura antes defendida como propósito intencionado.
Este juego tan necesitado de la presencia lectora recala en toda una demostración “empírica” –es decir, más allá de su virtualidad como texto procedente de una mente creadora- acerca de la relatividad que encierran la invención como engaño y, de la misma forma, la irrefutabilidad de lo aparentemente real; dicho planteamiento se halla íntimamente relacionado con el desolado ejercicio evasivo de ensoñación que realizan de forma incesante los personajes, todo ello envuelto y explicado por una sociedad kafkiana y apocalíptica –uno de los grandes temas del XX- de rutinas y vacíos emocionales, cuya recreación, totalmente nueva y personal por esa confluencia de ambos extremos  (lo ordinario y concreto con lo extraño, de naturaleza incognoscible) generada a partir de la inusitada vigencia que en tal mundo cobra la lectura (de baja calidad en el espacio ficcional frente a la que consume apasionadamente el autor), la cual respira, incansablemente, bajo los andamiajes de este espacio. La lectura penetra, así, en todos los engranajes de la acción como antídoto necesario –aunque en convergencia con Alonso Quijano peligrosamente sensible a la dislocación de la perspectiva- contra la deshumanización progresiva; tal actividad encierra, además, un viaje de autoconocimiento que provea de una autenticidad cuya recuperación tiene un propósito humano, que no meramente cultural –aunque es obvia la consideración de la cultura como enriquecimiento insustituible- esto es, la comunicación directa de las partes más íntimas que conforman el yo y que se esconden, aterrorizadas, ebrias de desconfianza y desidia existenciales. De tal forma, Antonio Muñoz Molina, para hacernos revivir, tras haber perdido nuestra memoria histórica- lo cual también repercute en este abandono del cuento- y, consecuentemente, el apasionamiento lúcido por la vida, desea, ávido de mostrar la literatura como acto compartido y siempre insaciable, “ver caras atentas y reconocerlas [como] una manera de regresar a la médula más antigua de la ficción: alguien cuenta algo y alguien lo escucha”95.

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[1] Antonio Muñoz Molina, Pura alegría, Madrid, Alfaguara, 1998 (1ª ed.), pág. 22
2 Ibídem, pág. 75.
3 Situación ante la cual el autor manifiesta, de forma reiterada y visceral, su rechazo.
4 Véase José Luis Martín Nogales, “La edición y difusión del cuento”, Ínsula, num. 568, Madrid, Abril 1994 y Encinar y Percival, “Introducción” a Antología del cuento español contemporáneo, Madrid, Cátedra, 1993 (1ª ed.).
5 Martín Nogales, José Luis, op. Cit., pág. 7.
6 Tal es el motivo por el que tampoco hay una razonable comunidad lectora de lírica, género, en este aspecto, tan conectado con el cuento.
7 El autor, en repetidas ocasiones, reniega de tal marbete, afirmando además que “la ideología tóxica y halagadora de la posmodernidad quiere convencernos de que no hay nada que no sea dudoso y trivial, lo cual nos concede en el fondo la posibilidad de no sentirnos nunca afectados por las cosas [...]”, Pura alegría, op. Cit., pág. 101 (la cursiva es nuestra).
8 Véase VVAA, Historia y crítica de la literatura española, vol. 9/1, Barcelona, Crítica, 2002, pág. 260.
9 Véase Antología del cuento español, op. Cit., pág. 35.
10 Luis García Montero y Antonio Muñoz Molina, ¿Por qué no es útil la literatura?, Madrid, Hiperión, 1993 (1ª ed.), pág. 73.
11 Pura alegría, op. Cit, pág. 14.
12 Ibídem.
13 Ibídem, op. Cit. págs. 77-78.
14 En este sentido, Muñoz Molina constituye un buen ejemplo de “libertad creativa” según afirma José Payá Beltrán en su “Introducción” a Beltenebros, Madrid, Cátedra, 2004 (1ª ed.), págs. 18-20.
15 Andrés Soria Olmedo, Una indagación incesante: la obra de Antonio Muñoz Molina, Madrid, Alfaguara, 1998 (1ª ed.), pág. 27.
16 Pura alegría, Op. Cit, pág. 203.
17 Ibídem, pág. 204.
18 Andrés Soria Olmedo, op. Cit., págs. 32-33.
19 Antonio Muñoz Molina, “Prólogo” a Nada del otro mundo, Madrid, Espasa-calpe, 1993 (1ª ed.), pág. 9.
20 Ana Rodríguez-Fischer, “Materia y forma en los relatos de Muñoz Molina”, Ínsula, Num 568, Madrid, Abril, 1994, pág. 22.
21 Mario Benedetti, El ejercicio del criterio, Madrid, Alfaguara, 1995 (1ª ed.), pág. 18.
22 Andrés Soria Olmedo, op. Cit., pág. 100.
23 Ibídem.
24 Pura Alegría, op. Cit., pág. 44.
25 Ibidem, pág. 68.
26 Ibidem, pág. 51.
27 ¿Por qué no es útil la literatura?, pág. 69.
28 Pura alegría, op. Cit., pág. 76.
29 Umberto Eco, Lector in fabula, Barcelona, Lumen, 1993 (3ª ed.), págs. 89-90.
30 Enrique Anderson-Imbert, Teoría y técnica del cuento, Barcelona, Ariel, 1992 (1ª ed.), pág. 22.
31 Antonio Muñoz Molina, Escrito en un instante, Palma de Mallorca, Calima, 1997 (1ª ed.), pág. 7.
32 Andrés Soria Olmedo, op. Cit., pág. 23.
33 Todas las notas pertenecientes a Nada del otro mundo se citarán por la edición de 1995 en Espasa-Calpe ya reseñada, por lo que me limitaré a incluir la indicación de la página entre paréntesis.
34 “El escritor verdadero también es [no sólo el protagonista sino] cada uno de los demás personajes [...] porque se retratan al inventar y dibujar a otros y porque tiene la extraña cualidad de ser él mismo y cualquiera”, Pura alegría, op. Cit., pág. 42.
35 José Payá Beltrán, op. Cit., pág. 29.
36 De hecho, él mismo recoge una cita de Bioy Casares en la que el amigo de Borges afirma que “por las disgresiones entra la vida en la literatura”, “Prólogo” a Nada del otro mundo  op. Cit., pág. 10.
37 Como señalan Percival y Encinar, op. Cit., pág. 19.
38 José Payá Beltrán, op. Cit., pág. 100.
39 Andrés Soria Olmedo, op. Cit., pág. 63.
40 Andrés Soria Olmedo, op. Cit., pág. 63.
41 Percival y Encinar, op. Cit., pág. 193.
42 También este ámbito se explica, como razón esencial, la presencia activa del lector, afirmando el propio autor que “el nombre importa tanto porque es la cara que ve el lector del personaje [...]”, ¿Por qué no es útil la literatura, op. Cit., pág. 49.
43Andrés Soria Olmedo, op. Cit., pág. 30.
44 Cito por la edición de José Payá Beltrán, op.  Cit., pág. 102.
45 “El cuento, por lo común, impone menos, parece más propicio para la tentativa o la aventura, incluso para la ironía o para lo fantástico [...] [el] espacio natural [de lo fantástico] es el relato breve o la novela corta”, “Prólogo” a Nada del otro mundo, op. Cit., pág. 10 (las cursivas son nuestras). 
46 Enrique Anderson-Imbert, op. Cit., pág. 94.
47 Enrique Anderson-Imbert, op. Cit., pág. 94.
48 Lisa Block de Béhar, op. Cit,  pág. 244.
49 Pura alegría, op. Cit. , pág. 50.
50 Soria Olmedo, op. Cit., pág. 34.
51 Enrique Anderson-Imber, op. Cit., pág. 22.
52 José Payá Beltrán, op. Cit., pág. 100.
53 Pura alegría, op. Cit., pág. 32.
54 Enrique Anderson-Imbert, op. Cit., pág. 28.
55 Ana Rodríguez-Fisher, op. Cit., pág. 23.
56 Mariano Baquero Goyanes, Qué es la novela. Qué es el cuento, Universidad de Murcia, 1988 (1ª ed.), pág. 98.
57 Véase Baquero Goyanes, op. Cit., pág. 99.
58 Percival y Encinar, op. Cit., pág. 23.
59 ¿Por qué no es útil la literatura?, op. Cit., pág. 53.
60  Ibídem, pág. 57.
61 Pura alegría, op. Cit., pág. 73.
62 Ibídem.
63 Andrés Soria Olmedo, op. Cit., pág. 65.
64 Pura Alegría, op. Cit., pag. 77. Muñoz Molina afirma, además, que hace una versión ficticia de cada lector real “pero verdadero, al que agrego una voz”, ibídem, pág. 71.
65 Ibídem, págs. 76-77.
66 Pura alegría, op. Cit., pág. 101.
67 ¿Por qué no es útil la literatura?. Op- cit., pág. 52.
68 Enrique Anderson-Imbert, op. Cit., pag. 22.
69 Ibídem, pág. 20.
70 Ibídem, pág. 28.
71 Pura alegría, op. Cit., pág. 206
72 Cito por Percival y Encinar, op. Cit., pág. 16.
73 Enrique Anderson-Imbert, op. Cit., pág. 19.
74 Ibídem, pág. 21.
75 José-Carlos Mainer, La escritura desatada, Madrid, Temas de hoy, 2000 (1ª ed.), pág. 255.
76 Mariano Baquero Goyanes, op. Cit., pág. 143.
77 ¿Por qué no es útil la literatura?, op. Cit., pág. 216.
78 Pura alegría, op. Cit., pág. 81.
79 Cito por Lisa Block de Behar, op. Cit., pág. 217.
80 Pura alegría, op. Cit., pág. 50.
81 Umberto Eco, op. Cit., pág. 76.
82 Pura alegría, op. Cit., pág. 81.
83 Lisa Block de Behar, op. Cit., pág. 241.
84 Cito por José María PozueloYvancos, “La teoría literaria en el XX”, Curso de teoría literaria (dirigido por Darío Villanueva), Madrid, Taurus, 1994 (1ª ed.), pág. 87.
85 Pura alegría, op. Cit., pág. 81.
86 Estudios de Ingarden recogidos por José María Pozuelo Yvancos,  op. Cit., pág. 87.
87 ¿Por qué no es útil la literatura?, op. Cit., pág. 216.
88 Cito por Humberto Eco, op. Cit., pág. 86.
89 Pura alegría, op. Cit., pág. 40.
90 Palabras de Umberto Eco recogidas por José María Pozuelo Yvancos, op. Cit., pág. 89.
91 Umberto Eco, op. Cit., pág. 84.
92 Pura alegría, op. Cit., pág. 19.
93 ¿Por qué no es útil la literatura?, op. Cit., pág. 56.
94 Pura alegría, op. Cit., pág. 19
95 Pura alegría, op. Cit., pag. 20